Ingrid Soto de Sanabria advirtió la tragedia que se avecinaba. En 2016 encendió las alarmas sobre la grave desnutrición que estaban padeciendo niños que acudían al Hospital J.M. de los Ríos. Los años pasaron y no ha dejado de hacerlo. Tiene 40 años de servicio y está a la espera de su jubilación. La mueve la convicción de que informar y denunciar ayuda a salvar niños.
Por Jacqueline Goldberg
Fotos: Andrea Sandoval
El año 2016 fue de alarmas en Venezuela. Sonaron todas juntas. Alto. Muy alto. Con ellas vino una gran conmoción y la urgencia de respuestas.
El hambre estaba exigiendo a gritos ser visibilizada, prevenida y, sobre todo, mitigada.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) había estimado, con escasos datos oficiales disponibles, que el hambre en el país casi se había triplicado entre los años 2010 y 2012, así como en el trienio 2015-2017, alcanzando a 3,7 millones de personas.
Caritas de Venezuela, por su parte, daba cuenta en tempraneros días de enero de 2017 del primer informe del proyecto Saman (Sistema de Monitoreo, Alerta y Atención en Nutrición y Salud), centrado en la población infantil menor de 5 años. Decía que entre octubre y diciembre de 2016, 52% de los niños monitoreados tenían algún tipo de déficit nutricional, mientras 25% mostró alguna forma de desnutrición aguda en cuatro de los principales estados del país: Distrito Capital, Miranda, Vargas y Zulia.
El Hospital J.M. de los Ríos, como institución centinela del Sistema de Vigilancia Alimentaria y Nutricional (Sisvan), dependiente del Instituto Nacional de Nutrición, era levadura en aquellas estadísticas.
Desde allí, en Caracas, la doctora Ingrid Soto de Sanabria encendió otra estruendosa sirena, la de la desnutrición grave hospitalaria. Lo hizo en el editorial de Archivos Venezolanos de Puericultura y Pediatría (Volumen 79, No. 3), de julio-septiembre de 2016. En cinco párrafos, la jefe del Servicio de Nutrición y Desarrollo del Hospital J.M. de los Ríos develaba cifras que la atormentaban y con las que pretendía alertar a las autoridades para que constataran la situación en un contexto nacional.
Eran números que para ella gritaban.
Entre 2013 y 2015 la institución había reportado entre 30 y 34 niños y adolescentes con desnutrición grave.
Tan solo hasta septiembre de 2016, el hospital ya había atendido a 80 desnutridos graves, de los cuales 21 mostraban formas edematosas, y 48, lo que equivalía a un contundente 60%, eran lactantes.
Para la pediatra las razones eran obvias: 83,75% de los pacientes provenían de familias que vivían en pobreza. La dieta de los pacientes se basaba fundamentalmente en tubérculos como yuca, ocumo, ñame y frutas de temporada como el mango. Esto se agravaba con la escasez y altísimos costos de fórmulas infantiles, leche entera, carnes y leguminosas. Los teteros se estaban haciendo con harinas de arroz o de plátano. De ahí el incremento aquel año de las formas edematosas de la desnutrición, en las que el niño luce hinchado por acumulación de líquidos debido al consumo inadecuado de proteínas, diferente a las más comunes formas marasmáticas, en las que el pequeño tiene un déficit calórico total y una apariencia raquítica.
La campanada revelaba una situación nutricional que se estaba deteriorando de forma aguda, ya no solo por deficiencia de micronutrientes, sino también de proteínas.
El tiempo siguió azotando y desde que se disparó la crisis en 2016 —se cumplían 80 años de la inauguración formal del centro con su inicial nombre de Hospital Municipal de Niños, también conocido como Hospital de Pirineos— los casos en el J.M. de los Ríos han ido en ascenso. En 2017 hubo 97 pacientes con desnutrición grave.
En 2018 fueron a consulta por primera vez 341 niños. De ellos 305 estaban desnutridos, 94 fueron considerados graves, 61 marasmáticos y 33 con formas edematosas. La doctora Soto de Sanabria conoce a fondo estas estadísticas porque ella misma las levanta y Sisvan las recoge religiosamente todos los meses. Nunca han estado ignorantes de la situación, dice. Publicar cifras es reconocer el fracaso.
En el área de nutrición del J.M. de los Ríos abundan las premuras, los casos complicados e insalvables, el país sin defensas. Antes, la desnutrición dentro del centro hospitalario estaba asociada a otras enfermedades: patologías oncológicas y gastrointestinales, cardiopatías, nefropatías, infecciones por el virus de inmunodeficiencia humana. No era la razón de consulta. Hoy es la enfermedad misma.
Ingrid Soto de Sanabria ha vivido dolorosos trajines en los que ha dejado hasta el aliento. Está al frente del Servicio de Nutrición, Crecimiento y Desarrollo desde 1989. Heredó el cargo tras la jubilación de Zaira Páez de Andrade, fundadora en 1959 de lo que en principio fuera la Consulta de Recuperación Nutricional.
Hace poco atendió a un pequeño casi sin color en el rostro. Ella misma lo llevó en brazos al laboratorio, corriendo por los pasillos para que le hicieran exámenes. La sangre era rosada, como agua, y las uñas blancas.
También hace poco, pero en el Hospital Pediátrico San Juan de Dios, donde es adjunta a su Servicio de Nutrición, Crecimiento y Desarrollo, debió cuidar a un bebé de 5 meses con parálisis cerebral que pesaba tan solo 2,3 kilos. Durante el apagón del 7 de marzo de 2019 sufrió un paro respiratorio. La madre, que era muy joven, le envió un mensaje por WathsApp para contarle que el niño había muerto. La doctora, igual de conmovida que en sus primeros días como pediatra, le contestó, también a través de un mensaje escrito: “Su hijo es un angelito de Dios que ahora está en el cielo para cuidarlos y sobre todo a ustedes que le dieron tanto”.
El primer caso de desnutrición grave que atendió en el Hospital J.M. de los Ríos, mientras estudiaba, fue un niño con lesiones pelagroides que jamás antes había visto sino en libros. Pensó que estaba quemado. La piel seca y escamosa era consecuencia de la deficiencia vitamínica. No imaginaba entonces que aquel asombro se convertiría en una constante, sobre todo al final de su carrera. Mientras le hacía la historia, supo que su madre era de Acarigua, en el estado Portuguesa, y que el papá, carpintero, ganaba muy bien, pero se bebía todo lo que ganaba y solo llevaba un saco de arroz a la casa. Ya se le había muerto un niño por desnutrición.
Aún antes del editorial que escribiera en 2016 para el órgano oficial de la Asociación Venezolana de Puericultura y Pediatría, Ingrid Soto de Sanabria no deja de responder a todo periodista que la consulta. Muchos de sus colegas tienen miedo de denunciar lo que ven puertas adentro, pero ella no. Hace rato que está en período de jubilación esperando que se resuelvan trámites. No podrían despedirla, lleva 40 años de servicio, es una de las profesionales con más antigüedad, respetabilidad y credibilidad, y para ella lo importante es salvar a los que llama “esos hijos míos”.
El día de su cumpleaños del 2016 —nació 15 de octubre de 1945, el mismo de la fundación de la FAO, que ella quiere interpretar no como simple casualidad— ofreció una entrevista al canal televisivo colombiano NTN24. En el video se le ve muy arreglada. Había invitados en el salón de su casa esperando por ella para la celebración mientras atendía la llamada por Skype, anteponiendo su necesidad de denuncia, que asume como responsabilidad.
Poco antes, el portal Informe 21 quiso entrevistarla en su consultorio sobre cómo cuidar la alimentación de niños y adultos, pero la dirección prohibió la entrada de los periodistas. Ella, sin pensarlo mucho, propuso hacer la grabación frente al hospital, en los jardines de la avenida Vollmer en San Bernardino. Y así se hizo.
Su consultorio, de todas maneras, está cada vez más desierto. Los robos son constantes. Todo lo que hay allí ha tenido que aportarlo ella misma, incluido el viejo teléfono fijo que la comunica con la central del hospital y por el que a diario la llaman muchos pacientes. Hasta su laptop se llevaron. Eso a pesar de la estricta vigilancia en las puertas del centro, que ha pretendido hacerle vaciar la cartera para que muestre qué lleva dentro, y que impide el ingreso de donaciones.
—Igual entran. Todo el tiempo recibimos donativos de alimentos, fórmulas y medicamentos y los vamos haciendo pasar poco a poco. Antes podíamos llegar por el estacionamiento. Ahora ni eso. Hay que ingeniárselas, porque sin esas donaciones todo sería aún peor.
Aunque quisieran truncarle el camino, Ingrid Soto de Sanabria no dejaría de hacer lo que siente que debe hacer. Lo dice con humildad. Quiere al Hospital J.M. de los Ríos como a la vida misma. Llegó allí por vocación, primero como estudiante de postgrado y luego trabajando ad honorem hasta que abrieron el concurso para la jefatura del Servicio de Nutrición, Crecimiento y Desarrollo.
—Todos los residentes de mi época queríamos quedarnos en el hospital —evoca dorados tiempos—. Era una ilusión. Un lugar privilegiado, que adorábamos. No había otro sitio mejor para quienes nos gusta hacer asistencia, docencia e investigación. Éramos como una gran familia.
Hoy, que es directora de la Residencia Programada del hospital y dispone de cupo para cuatro estudiantes de postgrado, cuenta solo con uno en 2do año. Los médicos jóvenes se van cuando se gradúan. Este año no concursó nadie. Y, sin embargo, son los residentes los que más la motivan a seguir allí. Para ella son héroes que decidieron quedarse en el país y hacer que el hospital continúe en pie a pesar de las circunstancias y los sueldos que reciben.
Ella también ha sido una heroína. No lo dice, no lo admite. Es modesta, laboriosa, amable, sencilla, cualidades que provienen de una educación religiosa afianzada por el hecho de haber llegado a la medicina con la madurez y certezas de pocos. Eso también le permite aceptar sin sonrojo que es su esposo quien la sostiene económicamente, que sin él no podría decirse médico del J.M. de los Ríos.
Nació en Barquisimeto. A los 4 años quedó huérfana y su padre, un estricto comerciante oriundo de Sanare, al no poder cuidarla, la encargó a las Hermanas del colegio San José de Tarbes. Con ellas estudió interna desde kínder hasta graduarse de bachillerato. También con monjas tarbesianas cursó en Canadá secretariado bilingüe. A su regreso quería estudiar antropología, pero su papá la llevó de la mano a la entonces recién fundada Escuela de Medicina de la Universidad Experimental de la Región Centroccidental.
Antes de finalizar el 2do año se estaba casando con su profesor de anatomía, Jesús Sanabria, un margariteño diez años mayor que ella quien de inmediato la hizo viajar a Londres, donde él se especializó en neurología. Pasaron siete años y dos hijos para volver a estudiar. Se graduó de médico cirujano en la Universidad Central de Venezuela en 1979, a los 33 años, en el 2do lugar de su promoción. Desde entonces no ha parado. En 1984 obtuvo el título de especialista en puericultura y pediatría, y en 1988 el de especialista en nutrición, crecimiento y desarrollo, ambos en la UCV. En 1991 se graduó como especialista en nutrición clínica en la Universidad Simón Bolívar.
—Como siempre digo, Dios te va guiando lo pasos e iluminando el camino. Hay momentos en que digo “no puedo más, no resisto seguir escuchando historias tan terribles de desnutrición y niños que mueren”, pero me digo que esta es la misión que Dios me puso en la vida y tengo que continuar. Gracias a Dios tuve a mis hijos sin haber sido médico, porque después, con tantas cosas que uno ve, debe ser una tortura ser médico y madre a la vez. Para una madre no hay angustia más grande que un niño no coma. Por eso sufro tanto cada caso que se me presenta.
“No puedo seguir pasando tanta vergüenza”, le decía aquella mujer de Acarigua, madre del niño que guarda en su memoria como el primer caso de desnutrición grave que atendió en el hospital.
—Para ella era una vergüenza pasar hambre —dice la doctora, recordándola tantos años después—. Era otro país, otro hospital, otra historia. Por eso lo que pasa hoy debemos denunciarlo, sin miedo, sin vergüenza, las veces que sea necesario. Gracias a que he podido hablar a través de los medios de comunicación, se han conseguido donaciones para ayudar a los niños. Es una manera de decir: el problema existe y vamos a buscarle soluciones. No se trata solamente de denunciar e informar sino también de educar acerca de las circunstancias que estamos viviendo.
Fuente: La vida de nos
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