En los últimos dos años, al menos 40 niños de Güiria y de otras poblaciones de Sucre perdieron a sus padres, o uno de ellos, durante naufragios en altamar en su intento de llegar a Trinidad y Tobago, como consecuencia de la migración forzada. La tragedia del peñero Mi recuerdo, ocurrida en diciembre 2020 en el Golfo de Paria, dejó 15 niños sin padres. A un mes de encontrarse las primeras víctimas de este último naufragio, presentamos la historia de seis de estos huérfanos que quedaron a la deriva en tierra firme.
Este trabajo fue realizado con el sello de #HijosMigrantes y es la séptima entrega de la cobertura especial #GüiriaDuele, una alianza de periodismo colaborativo entre Efecto Cocuyo, Historias que laten, Crónica.Uno y Radio Fe y Alegría Noticias.
Producción, investigación y edición del equipo #HijosMigrantes: Liza López, Ginna Morelo, María Fernanda Rodríguez y Jonathan Gutiérrez.
La fachada de la casa de Raúl y sus hermanas, las gemelas Laura y Luisa, quedó sin terminar. Una estructura de bloques grises cubierta de un techo de zinc sugiere que estaban construyendo un porche en la entrada, antes de la partida de su padre a Trinidad y Tobago, y de la muerte de su madre en el naufragio de diciembre pasado. El interior de su vivienda en Güiria es estrecho: apenas cabe una cocina pequeña, una nevera y una lavadora. No se ve comedor ni muebles. Pero en cada una de las dos habitaciones, hay una cama grande.
—Las niñas dormían con su mamá y su papá, y el niño en el otro cuarto —dice Mariela, la tía materna de las dos pequeñas y del chico.
En aquella casa situada en la calle El Juncal, vía principal de este pueblo de la costa de Sucre, en el oriente de Venezuela, los tres hermanos, Raúl, de 14 años, Laura y Luisa, de 7, vivían con sus padres hasta que la migración los separó. El papá, de 34 años, se fue a Trinidad a finales de octubre del 2020 y su mamá, en un intento por seguir sus pasos, perdió la vida en el naufragio del peñero Mi recuerdo que partió de las costas de la Península de Paria con destino a Chaguaramas, en la isla antillana, el 6 de diciembre.
—Mi hermana decía que iba a trabajar a Trinidad para terminar de arreglar la casa para sus hijos. Pero no lo logró —cuenta Mariela sollozando.
Después de que encontraron el cuerpo de su hermana, de 33 años, la noche del sábado 12 de diciembre, la tía Mariela casi no podía hablar con sus sobrinos. El dolor la estremeció. No quería que los niños, sobre todo las gemelas, lo notaran.
La voz de Mariela se entrecorta cuando recuerda esa escena en la que una de sus sobrinas le preguntó por su mamá.
—Me decía llorando “mi tía, yo la quiero ver. Yo quiero ver a mi mamá”. Yo le decía “ahorita la traen, mi amor” porque no tenía más palabras para ella.
El padre de Raúl y las gemelas emigró para trabajar y enviar dinero a los niños y a su esposa, con quien vivía desde hacía 16 años. Tal decisión la toman muchas cabezas de familia en Sucre, un estado donde más de 95% de los hogares son pobres, según el más reciente estudio Encovi, y la migración por mar hasta la isla antillana es la única posibilidad de escape a la precaria condición de muchos.
Pero la partida del padre no cambió demasiado la situación en casa. Aún les resultaba difícil alimentar debidamente a sus hijos. Comprar las proteínas para la comida, carne, pollo o incluso pescado a pesar de vivir en un pueblo costero, era casi una hazaña. En el Municipio Valdez, del que Güiria es la población principal, 78,8% de sus habitantes vive en condiciones de inseguridad alimentaria moderada o severa (Encovi 2020).
El padre había logrado encontrar un trabajo en la isla, pero como recién comenzaba, con lo que ganaba, unos 400 dólares por mes, debía pagar alquiler y comida, y lo que le quedaba para enviar a su familia era insuficiente para el sustento básico. Por eso, la madre tomó la decisión de irse.
Mariela cuenta que su hermana esperó a que ella viajara fuera de Güiria para irse a Trinidad sin avisarle.
—Mi otra hermana y yo le decíamos que no se fuera, que se quedara aquí y aguantara su necesidad porque ya había pasado muchas cosas malas en el medio del mar. Lo poco que yo conseguía se lo llevaba con tal de que ella no se fuera. Ella quería que sus hijos siguieran acudiendo en el colegio privado donde los tenía estudiando. Y quería irse para poder pagarlo.
Cubre su rostro con ambas manos y vuelve a respirar hondo. Trata de contener el llanto, pero no lo logra.
—La situación está dura. Lo que conseguíamos lo cocinábamos entre todos para compartir. Eso hacíamos con tal de que ella no se fuera. Nos la pasábamos más en su casa para acompañarla.
Pero la madre de Raúl, Laura y Luisa no soportaba la idea de no poder darle una alimentación balanceada a sus hijos. Tampoco podía lidiar con el hecho de tener que cocinar en leña porque hacía meses que no les vendían bombonas de gas doméstico, y el dinero tampoco le alcanzaba para pagar la mensualidad del colegio de los niños.
En Güiria, desde el comienzo de la pandemia en marzo de 2020, desapareció el suministro de gas. Para cocinar las alternativas son leña o cocinas eléctricas, de las de dos hornillas que venden en los “abastos de los chinos” del pueblo por 40 dólares. Pero más de la mitad de los güireños tiene un ingreso de 0,4 dólares mensuales, el sueldo mínimo. Por tanto para cocinar la opción accesible es leña y para conseguirla hay que salir a cortarla en los terrenos boscosos que rodean al pueblo.
—Ella era muy pegada a sus hijos y no le gustaba que les hiciera falta nada. También quería ayudarme con mis dos niños, sobre todo el pequeño que está enfermo, tiene una bacteria en el estómago —lamenta Mariela.
Así que aquel 6 de diciembre, su hermana partió sin previo aviso de un muelle de las afueras de Güiria. Dejó a las niñas en casa de su cuñada y le dijo que su otra hermana, María, pasaría por las pequeñas más tarde.
—Ella le contó a su cuñada que se iba para Trinidad pero no le dijo con quién, ni cómo consiguió el pasaje ni a qué hora saldría. No sabíamos nada.
A María, quien estaba de viaje en Caracas, su hermana le envió un mensaje por Whatsapp a las cinco de la tarde ese día. Mariela había viajado a Carúpano, la ciudad más cercana de Güiria, a tres horas por carretera, para llevar a su niño al médico. El mensaje decía: “mi hermanita hoy me voy con el favor de Dios”. Esa era la única información que sus hermanas tenían de ese viaje.
El padre de los niños tampoco sabía nada.
—Es que ella quería darle una sorpresa y por eso no le dijo que se iba. Tampoco nos dijo a nosotros porque ella iba a llamarnos cuando estuviera allá —explica Mariela.
Raúl, el hijo mayor, fue el último miembro de la familia que la vio con vida. Él la ayudó a cargar su bolso y la acompañó hasta Villa Linda, un conjunto residencial que se encuentra en la troncal 9 de Güiria, esa que da acceso a El Balneario, La Salina y Río Salado, todas zonas costeras del pueblo. Allí una mototaxi la iba a buscar para llevarla hasta un lugar desconocido por Raúl.
—Ella me dijo antes de irse “hijo, cuando tú estés feliz yo voy a estar feliz. Cuando estés triste yo voy a estar triste. Me voy para trabajar para ustedes. Pórtate bien”. Y luego me agarró y me abrazó —recuerda Raúl.
***
Al otro lado del pueblo, en el sector 4 de Febrero, la niña de tres años Camila* tampoco ve a su mamá desde aquel 6 de diciembre. Antes de salir de casa, le prometió a su hija que le compraría muchas cosas. La niña la espera con ansias y siempre que puede le dice a todos “mi mamá me va a comprar ropa y zapatos”.
Camila sufre de autismo y su familia no ha podido llevarla a ningún especialista. Siempre ha vivido en casa de sus abuelos maternos en aquel vecindario donde abundan las viviendas rurales y la carretera es de tierra.
Sus abuelos cuidan de ella desde que su mamá partió a Trinidad y Tobago en el peñero Mi recuerdo para encontrarse con su hermana mayor, que está en la isla caribeña desde hace un tiempo. Se iba a trabajar para mantener a su pequeña y aspiraba a ganar unos 20 dólares por día, al igual que la mayoría de los migrantes güireños que huyen a la isla, pero murió en el mar, como la madre de Laura, Luisa y Raúl.
El abuelo de Camila sale todos los días a “ver qué hace” para llevar algo de comer a la casa, cuentan los vecinos. “A veces se va al muelle a descargar pescado”, aseguran. Mientras tanto su abuela cuida de ella. Y su tía, desde Trinidad, envía dinero para que puedan alimentarse tres veces al día. Una hazaña difícil para muchos güireños.
***
Raúl y las gemelas están jugando donde una vecina, una vivienda diminuta pintada de un azul ya desteñido, situada en un callejón cercano a su casa, en el sector Los Bloques. Allí, una amiga de la familia le hace unas trenzas a Luisa, como las que le hizo a Laura hace unos minutos.
También las acompañan sus tías Mariela y María, y dos de sus primas mayores. Aguardan todos sentados en el frente de la casa, bajo la sombra del techo de la entrada, en sillas de mimbre y de madera.
Mientras la peinan, Luisa se saborea la lengua, como si fuera un caramelo, y se toca la punta de uno de sus mechones que aún no han atado. Sus ojos se cierran por momentos.
Al otro lado de la casa, Laura juega con su prima, la hija de María. Ambas chocan las palmas de arriba hacia abajo al ritmo de una canción infantil muy popular en esta región oriental de Venezuela, que los niños aprenden a tararear de generación en generación: Yo le regalé a Teresa una caja de cerveza, como ella no la quiso se la regaló a su amigo.
Cuando van terminando de cantar, y aún chocando las manos, empiezan a contar hasta diez. Entonces Laura le pega con su palma en la frente a su prima y ríe a carcajadas.
—Así es como ellas terminan ese juego —comenta Mariela sonriendo.
Todos en la zona conocen a los tres hijos de la vecina que murió en el naufragio. Las gemelas, sobre todo, se han ganado el cariño de los lugareños.
Laura y Luisa son delgadas, de piel morena, cabellos rizados y les gusta llevar el cabello recogido con una o varias trenzas. Como buenas gemelas, son difíciles de diferenciar. Pero su tía Mariela y su hermano mayor siempre saben distinguir quién es Laura y quién Luisa. Sus sonrisas, sus voces, son iguales, incluso les faltan los mismos dientes. Sus enormes ojos cafés reflejan la alegría que les da jugar con las palmas de las manos, y también la tristeza de no haber visto a su mamá desde hace unas semanas.
—Ellas me preguntaban, cuando todavía no sabíamos nada de mi hermana, que cuándo iba a llegar su mamá —suelta Mariela.
Es que son muy astutas y precoces para tener 7 años. Su hermano Raúl, el chico adolescente, también parece mayor de su edad.
Su madre fue una de las primeras víctimas identificadas luego de que el peñero Mi recuerdo zozobrara en aguas caribeñas y las personas que iban a bordo comenzaran a aparecer flotando sin vida en el mar cerca de las costas del pueblo, desde el sábado 12 de diciembre.
Mariela se queda mirando fijamente a Laura, que se ríe y juega sentada sobre las piernas de su prima de 14 años. Entonces comenta:
—Ella tiene una marca de lechina en la frente. Eso ayuda a diferenciarlas.
Sin embargo, la marca en el rostro de la niña es casi imperceptible. Por eso, para quien no conoce ese detalle, resulta difícil distinguirlas. Por ahora, el atuendo que usan sirve de ayuda. Ambas traen puesto un vestido que asemeja a una camisa debajo de un tutú. El de Laura es morado y el de Luisa blanco y fucsia.
Las gemelas están en segundo grado y estudian en uno de los colegios privados del pueblo. Allí sus padres debían pagar una mensualidad de un millón de bolívares, lo que equivale a un dólar, casi el doble del sueldo mínimo en Venezuela. Sin embargo, como su mamá era ama de casa y su papá no tenía un trabajo fijo, ese era un pago mensual difícil de costear.
La deserción escolar se ha acentuado en Güiria. En el Colegio Alejandro Villanueva, el de mayor población estudiantil en la etapa primaria, la matrícula de alumnos se redujo de 900 niños a 750 entre 2019 y 2020, según datos del sistema de matrículas del circuito educativo. Muchos padres no tienen cómo cubrir los costos de las meriendas de los niños o de los útiles escolares.
A Laura y Luisa les gusta ir a la escuela, aunque prefieren quedarse a ver televisión en casa de su tía, porque en la suya no tienen uno.
—A mí me gusta ver Peppa —contesta Laura con prisa al preguntarle cuál es su programa favorito.
—A mí me gusta Frozen —replica Luisa.
Laura es más conversadora que su hermana, pero su tía María asegura que ambas hablan bastante. La niña cuenta, a viva voz, que ella sola se sacó una muela con la mano.
—A mí me gusta correr, pero más me gusta ver televisión —dice la gemela Laura.
Las actividades recreativas para los niños en Güiria son limitadas. Sobre todo para las chicas. Un viejo parque con un par de columpios oxidados y un sube y baja junto a la plaza Bolívar es uno de los poquísimos puntos de esparcimiento. No hay más lugares a los que acudir para dar un paseo o para que ellos se distraigan, tampoco muchos espacios para que las niñas puedan aprender alguna actividad nueva.
El estadio de béisbol Julio César Casas, único centro deportivo en el pueblo, se desmorona por partes. Las paredes perimetrales del fondo están derrumbadas y las que se mantienen en pie tienen agujeros de hasta dos metros de alto. Las luces no funcionan. El techo está tan deteriorado que toda la grada se moja al llover. La pintura está decolorada y desconchada. Y el campo tiene tanta hierba que las pelotas se pierden entre ellas.
Ese es el espacio que pueden usar los niños para aprender algún deporte. Aún así, solo los varones tienen oportunidad de formarse como beisbolistas.
Uno de los pocos centros culturales que funciona en este pueblo del estado Sucre es una academia de baile, donde las niñas aprenden coreografías. Pero no hay escenarios para exhibir lo aprendido.
Todo en Güiria es pesca, siembra y trabajo informal.
Por un momento la vecina deja de peinar a Luisa para atender a su hija. Ella aprovecha para levantarse de la silla despacio e ir hasta donde está su hermana gemela Laura. Cuando la tía Mariela lo nota, la llama de vuelta. Ella gruñe. Ya está cansada de que la peinen. Luisa regresa a regañadientes y con lentitud a su silla.
—¡Apúrate, princesa! Ya te falta poco —la apremia la tía Mariela y Luisa se sienta cabizbaja.
Laura y Luisa finalmente se enteraron de lo que había ocurrido con su mamá. Una tía paterna habló con ellas ante la insistencia de las niñas, cuenta Mariela.
—Ella les preguntó si se acordaban de la vecina que se había ido al cielo. Las niñas respondieron que sí. La tía les dijo: “bueno, su mamá también está en el cielo”. En ese momento las niñas empezaron a llorar y a gritar duro.
***
La hija de la señora Nancy zarpó a las 11 de la noche desde el muelle 10 de Güiria el 23 de abril de 2019 en el peñero Jhonaily José, el cual naufragó en las aguas del estrecho marítimo Boca de Dragón, tratando de llegar desde Güiria a las costas de Trinidad. Unas 38 personas viajaban con ella. Las autoridades rescataron con vida a nueve de ellos y encontraron un cadáver. Ninguno era la hija de Nancy.
—Las autoridades no hicieron nada. Mi hija sigue desaparecida. Yo creo que está viva pero la tienen secuestrada. Nunca se ha comunicado con nosotros —asegura Nancy entre lágrimas.
Su hija tenía 28 años y emigró a Trinidad y Tobago a trabajar para mantener a sus hijos de 3 y 7 años, como tantas otras mujeres de Güiria, donde 70% de las güireñas están desempleadas (Encovi, 2020).
Los niños los dejó con Nancy para que cuidara de ellos. Ahora los niños tienen 4 y 8 años y siguen viviendo con su abuela. Asisten a un colegio público del pueblo.
—Ellos lloran por su mamá. Sobre todo la que tiene 4 años. Todos los días me pregunta triste “¿abuela, dónde está mi mamá?” Y yo le digo “¡ay! Tu mamá está trabajando, hija. Viene en estos días”.
Habitan en un sector cercano a la casa de los abuelos de Camila. Para Nancy, es difícil tener que mantener a sus nietos y lidiar, al mismo tiempo, con la idea de no saber dónde está su hija.
—Es duro pensar todos los días si mi hija está viva o si está muerta. Y es más duro no saber qué decirle a los niños. A veces los niños se quedan callados y yo les pregunto qué tienen. Entonces me dicen que quieren ver a su mamá y se ponen a llorar. Tengo que cambiar la conversación, entretenerlos. Pero a veces ellos dicen que no van a ver más a su mamá.
Nancy no tiene un trabajo estable. De vez en cuando vende un par de cosas en el mercado municipal del pueblo, lo único que una ama de casa puede hacer en Güiria, pero los ingresos no le alcanzan. En la localidad 68% de las mujeres viven en condiciones de pobreza extrema y más del 94% de los adultos mayores son pobres, según el informe de Encovi.
—Medio comer es lo que hace uno —se queja.
Para ella, y para muchos güireños, suele ser muy cuesta arriba alimentar a los niños.
—A veces comen en la mañana o en la tarde. Es raro cuando pueden comer tres veces al día. Se me hace muy difícil conseguir la comida. Entonces, si tengo para el desayuno hay que aguantarlo para el almuerzo y para la cena no se sabe.
***
Desde el otro lado del porche improvisado de la casa de la vecina, sentado en un mueble de madera, Raúl observa en silencio a las gemelas. Es moreno y bastante alto para sus 14 años. Tiene brazos y piernas fuertes. Sus ojos son grandes y cafés, como los de sus hermanas. Luce unas cejas pobladas bien delineadas.
—Antes de irse mi mamá me llevó para que nos sacáramos las cejas juntos —confiesa.
En este pueblo es un hábito que algunos jóvenes “limpien” sus cejas para hacerlas más definidas y resaltar sus ojos. Los de Raúl hoy carecen de brillo. Ese brillo zarpó de Güiria el mismo día que lo hizo su madre.
Él está al pendiente de sus clases. Cursa el tercer año de bachillerato en la misma institución donde estudian sus hermanas. Su familia debe pagar 1.500.000 bolívares mensuales (unos 1,5 dólares) para costear sus estudios.
En varias ocasiones, Raúl le dijo a su mamá que quería trabajar para ayudarlos en la casa, pero ella insistía en que su trabajo era estudiar y que debía ser bueno en eso.
Las oportunidades de trabajo para los jóvenes güireños se limitan a cargar sacos en alguna tienda de “los chinos”, pescar, sembrar o trabajar como vendedor ambulante en el mercado municipal. En esta región de Venezuela, el Internet y la señal telefónica son bastante limitados, por lo que realizar algún tipo de trabajo virtual es casi imposible.
Mientras observa a sus hermanas cantar y jugar con las palmas de las manos, Raúl cuenta que le gusta armar y reparar aparatos electrónicos como teléfonos y computadoras, oficio que aprendió por su cuenta. Así que en ocasiones van a buscarlo para que arregle algún equipo. De esa manera aporta un poco de dinero a su casa.
Tras la muerte de su madre, él siente que es su responsabilidad velar por la seguridad de sus hermanas.
—Yo soy la figura que les queda, al igual que mis tías. Tengo que darles todo el cariño y el amor que mi mamá ya no puede. Y tengo que enseñarlas a respetar también —dice muy en serio.
A él no le gusta el béisbol ni salir de su casa. Y esas son las dos actividades más comunes entre los jóvenes de Güiria.
Al terminar de peinar a Luisa, ésta se levanta de la silla y se dirige hasta donde está su hermanita Laura. Ambas se pelean por un vaso de agua y, en particular, por el trozo de hielo que está dentro.
—¡Dame agua! —grita Luisa a su hermana.
Laura la ignora y levanta el vaso nuevamente hacia su boca para seguir bebiendo.
—Tía, Laura no me quiere dar agua —acusa con su tía Mariela.
—Ella se quiere tomar el hielo —responde Laura de inmediato y luego sede ante las súplicas de su hermana —¡Toma pues!
Sentadas frente a la casa de la vecina, las tías cuentan que Laura y Luisa son extrovertidas.
—Ellas son pilas. Todas unas artistas —asegura María—. Las niñas se parecen más a su papá. Y Raúl es igualito a su mamá.
*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su integridad.
Cómo manejar el duelo en niños
La periodista María Fernanda Rodríguez entrevista al psicólogo Abel Saraiba, coordinador del Servicio de Atención Psicológica de Cecodap, sobre el impacto de la migración forzada en los niños, niñas y adolescentes, quien ofrece sus orientaciones sobre cómo debería ser la contención emocional y el apoyo adecuado a los niños tras la pérdida de sus padres.
1) ¿Se le debe mentir o decir la verdad a los niños sobre la muerte de sus padres o de alguno de ellos?
—A los niños hay que decirles la verdad porque ellos tienen cómo manejar la verdad. Muchas veces los adultos queremos decirlo en lenguaje adulto y hay que adaptar la forma en que planteamos el mensaje, de acuerdo a la capacidad de comprensión del niño. Puede que el niño necesite varias veces preguntar para poder procesar esta noticia. Hay que partir de la idea de que el mensaje sobre la muerte va a generar dolor, malestar o ansiedad.
¿Cuándo hacerlo? Lo antes posible. ¿Cómo? Hacerlo en un espacio donde el niño se sienta protegido. Utilizar referentes si ha conocido la muerte de otra persona o mascota para ayudar al niño a dimensionar. Que lo diga el adulto más significativo para el niño en ese momento, alguien relevante afectivamente.
2) ¿Cómo viven el duelo los niños? ¿De qué forma deberían los adultos acompañarlos para hacerlo lo menos doloroso posible?
—En muchos casos no tienen todos los recursos expresivos del lenguaje para poner en palabras todo lo que están sintiendo. Cuando los niños son pequeños, no consiguen cómo ponerle nombre a lo que están experimentado, por lo que pueden mostrar irritabilidad, llanto fácil, comportamientos regresivos como volver a hacerse pipí, volver a chuparse el dedo, comportamientos de edades anteriores. Hay que acompañarlos afectivamente, sin juzgar, sin regañar, evitando que reprima y ayudándolo a expresarse con palabras, con juegos. Identificar las manifestaciones o ausencia de ellas y, si generan alerta, hay que buscar ayuda profesional.
3) Cuando un niño o adolescente siente que debe asumir el rol de sus padres si alguno de los progenitores muere, ¿cómo esto trastoca su propio desarrollo infantil o de adolescencia?
—Hay niños que ante la ausencia de papá o mamá quieren sobre adaptarse, asumir un rol que no les corresponde. Esto produce mucha angustia y ansiedad. Lo ideal sería que el niño siga siendo niño. Recordarle al niño que hay adultos en la familia que se ocuparán de ejercer las funciones que cumplían mamá o papá.
4) ¿Cómo experimenta un niño el hecho de convertirse en un migrante de manera imprevista?
—Generalmente a los niños no se les consulta sobre la decisión de emigrar. Es normal que sientan preocupación, rabia, ansiedad, angustia e incluso expectativas sobre el nuevo lugar donde vivirá. Es muy importante que los padres les acompañen en todo el proceso.
5) ¿Cómo afecta a un niño ser dejado atrás porque alguno de sus padres o ambos migraron?
—Los niños suelen experimentar esto como un abandono, aunque sepan o se les haya explicado que papá o mamá se fueron para buscar mejores oportunidades para todos. Hay una disonancia entre lo que el niño conoce y lo que siente. Puede generar miedo, ansiedad, angustia, temor. Es muy importante que los cuidadores acompañen en el proceso de adaptación a la ausencia de papá y mamá, que lo hagan escuchando al niño sin imponer o ignorar.
Cecodap ofrece de manera remota servicios de apoyo psicológico en casos de migración, acoso escolar, violencia familiar y violaciones a DDHH.
Contactos Cecodap: 0212-9526269 / 0212-9527279 / 0212-9526378/ 0414-2691229
Efecto Cocuyo
Comentarios recientes