En La Florida se les ve en grupos de cinco o siete adolescentes, sentadas en las puertas de los hoteles. Con las chicas siempre hay una adulta, a la que llaman “la más vieja aquí”. De acuerdo con Nury Pernía, de la Asociación de Mujeres por el Bienestar y Asistencia Recíproca, cada día hay más menores de edad explotadas sexualmente en la vía pública.
Caracas. Sacan la mano como si fueran a pedir un taxi, sonríen, se menean, se retocan la nariz con el polvo compacto y medio acomodan el brasier para subirse el busto.
Pasan varios carros, pero no se detienen. Los conductores se asoman por la ventana y miran. Algunos lo hacen de reojo para no delatarse, otros tocan las cornetas y hasta se ríen con gestos de burla cuando escuchan el “hola, mi amor”, unas de las frases que sueltan las muchachas que prestan “servicio” con sus cuerpos, presentándolos al mejor postor.
Ya no hay ese desfile de trabajadoras sexuales exhibiendo tacones y minifaldas brillantes, con pelucas y con los cachetes y los labios colorados.
Lo que hay hoy en día son muchas jóvenes, entre ellas se colean varias adolescentes, con caras de cansancio, de trasnocho, de pesar y hasta de hambre.
Son rostros sudorosos de mujeres que van en shorts, faldas, monos, pantalones cortos y blusitas pegaditas a ejercer la prostitución en las calles de La Florida y a las esquinas de las avenidas Andrés Bello y Libertador.
A esos lugares del municipio Libertador de Caracas llegan desde Chacao, del centro, de Mariches, de La Guaira.
La hora en la que aparecen es a partir de las 11:00 a. m. Aunque Lismar* llegó a las 8:00 a. m. porque necesitaba plata. “Pero mira la hora y no ha salido nada”, dijo mientras cruzaba los brazos a la altura del pecho.
Para entonces eran las 5:15 p. m.
—¿Pasas todo el día sin comer?
—Hoy solo he comido un pedazo de pizza que compró una de las muchachas. Pero de seguro sale algo y me voy temprano para la casa.
Lismar tiene apenas 16 años y un bebé de un año que no conoció a su padre porque lo mataron cuando ella estaba embarazada. Hace un mes llegó a La Florida y ya conoce cómo es el negocio.
Vive en el centro de la ciudad con su abuela, quien le cuida el niño. Habla poco, casi todo lo dice con los gestos y con la mirada.
—¿Cómo te ha ido hoy?
—Más o menos.
—Y ¿cómo es más o menos?
—Es eso: más o menos.
Se encoge de hombros y sin perder tiempo le saca la mano a una camioneta marca Jeep. El hombre que maneja se detiene, ella mete parte de su cuerpo por la ventana del copiloto, le da un beso al chofer y este le entrega algo. Ella se despide y le pasa el dinero a otra de sus compañeras.
Lismar no mide más de 1.50, tampoco llega a los 45 kilos. De su mamá no tiene mayor enseñanza. “Ella no estuvo conmigo, como para yo decir que me inculcó algo, a mí me gustaría bailar y cantar, pero ahora tengo este trabajo”.
Nuevas en el oficio
Una hora con un cliente en este punto de la ciudad vale 20 dólares. En días malos solo se van con esa cantidad, en días buenos –dicen las trabajadoras– se meten en el bolsillo 100 dólares.
Antes han pagado vacuna a la policía y a otros que se lucran con el oficio. A veces les piden cinco o 10 dólares.
Al principio de la pandemia, contaron otras chicas, los clientes no se querían parar por temor a contagiarse de COVID-19. “Igual nosotras nos parábamos aquí a diario hasta que fue bajando la tensión. En este tiempo han llegado más mujeres”, dijeron.
Lismar es una de las nuevas, tiene un mes. También Carla* y Rosángela*, de 28 y 25 años de edad, que llegaron hace tres meses. La primera es estudiante de Enfermería, con cinco hijos y, la segunda, con uno de siete.
A Carla, quien tuvo su primer hijo a los 16 años, la llevó una amiga de la carrera. Su pareja no sabe que ella está en “eso”. Trata de estar a las 8:00 p. m. en su casa para evitar las sospechas. “Ahora tengo un problema con mi hija de 9 años, me dice que yo quiero más a mi marido y me dejó una carta diciendo que se quiere suicidar. Me asusta porque a esa edad quién anda diciendo que se quiere quitar la vida”.
Ni Lismar ni Carla titubearon o botaron una lágrima cuando dejaban colar parte de sus vidas. La frialdad de las calles hace que muestren un escudo de dureza para no caer.
La mamá de Lismar también ejerce la prostitución. “Pero ahora no ha podido venir porque a una de sus compañeras la hirieron con un tiro y los hijos están culpando a mi mamá, cuando pudo haber sido ella, pues el atacante fue un cliente”.
Enseguida llegó una camioneta negra y se subió sin mirar atrás.
Otras cuatro chicas se quedaron sentadas en el borde de la acera. Más arriba otras tres intentaban persuadir a un motorizado, un hombre de unos 60 años de edad, quien al final accedió y se llevó a una.
En La Florida se les ve en grupos de cinco o siete. Esperando en las puertas de los hoteles. Con ellas siempre hay una adulta, a la que llaman “la más vieja aquí”.
Nury Pernía, de la Asociación de Mujeres por el Bienestar y Asistencia Recíproca (Ambar), afirmó lo que indican las chicas: cada día hay más adolescentes explotadas sexualmente en la vía pública. Ellas dicen que están ahí por necesidad económica. Se les ha visto en grupos que comprenden edades entre 12 y 15 años.
Sostuvo, además, que en Venezuela no existen programas de atención a las víctimas de explotación sexual ni infantil ni adulta; que no hay campañas de prevención del abuso sexual, de la pedofilia y del incesto. “Esto es grave bajo todo el contexto social que vivimos”.
El contexto, más allá de la pandemia, es la emergencia humanitaria compleja que atraviesa el país desde 2015, y que ha empujado fuera de sus fronteras a más de cinco millones de personas en busca de mejores condiciones de vida, dada la crisis general de servicios, la debilidad institucional, las violaciones de derechos humanos, la hiperinflación y la precariedad del sistema público de salud.
Y las consecuencias de todo lo anterior aún faltan por verse, dado que las medidas adoptadas por el Estado venezolano para hacer frente a la crisis han sido claramente insuficientes.
Madre e hija en el oficio
“Esto nos da para comer, pero ojalá mi hija pueda salir y estudiar”, dijo Mary*, una mujer de 34 años de edad, que desde los 12 está en la calle.
Su hija de 17 años de edad, desde hace un año es explotada sexualmente. Como explica Pernía ella no tiene capacidad de decidir y, por tanto, quien quien viva de ella o la induzca a hacerlo es un explotador sexual infantil y debería estar preso. “Se vino a trabajar cuando tuvo el niño y para que esté por ahí, prefiero que esté conmigo. De mis hijas ella es la única que hace esto”.
La muchacha lleva todo el día sentada con su mamá sobre las raíces de un árbol, en la avenida Las Acacias de La Florida.
Ambas aceptan un té de malojillo y un pan con jamón que les dan las religiosas Glendys Silva y Yohana Sánchez de las Hermanas Adoratrices.
Silva y Sánchez, quienes los miércoles y jueves hacen un abordaje en la zona, también consideraron que la población va en aumento. Su trabajo es humanitario, ayudar a las jóvenes con jornadas de salud, terapias y recreación. “Si salvamos a una, es algo bueno, porque eso que ellas hacen no es vida”, comentó la hermana Glendys.
De acuerdo con el registro que llevan, 62 personas hacen el trabajo sexual en esta zona. Entre ellas, algunas personas trans. También hay mujeres embarazadas y adolescentes que son explotadas sexualmente.
Sexo por trueque
Otro problema que observó Pernía es el trueque que se ha implementado como una moda, “en las zonas populares donde todo lo pagan con contactos sexuales”.
De acuerdo con el informe “Trata de Personas, Prostitución y Migración” de Ambar, se entiende por sexo transaccional al intercambio de sexo por bienes de consumo como alimentos, acceso a servicios o beneficios (Espinel Vallejo, 2009).
En el informe se identifican diversas formas de sexo transaccional: por supervivencia propiamente dicho, que implica la interacción sexual a cambio de alimentos, ropa o alojamiento; por calificaciones escolares; por artículos de lujo o ascenso social, como es el caso del fenómeno del sugar daddy o sugar mommy; y el que implica intercambio de obsequios como expresión de afecto (ECPAT International, 2016).
En este caso, las religiosas han visto situaciones más dramáticas como, por ejemplo, mujeres que se prostituyen para mantener a sus parejas y, por ende, a sus hijos.
“Una de aquí se va y vuelve”, añadió una de las trabajadoras más antiguas.
Y eso que se ve en estas calles es una vertiente de la crisis humanitaria compleja, donde la población más afectada son las mujeres en situación de pobreza.
Según ONU Mujeres (2017), las mujeres y las niñas son las más afectadas en todos los tipos de crisis humanitarias, ellas son, dentro de todos los segmentos de la población, las más vulnerables.
Aunque son las más perjudicadas no son las más visibles, y a ellas llegan menos los alimentos, las medicinas y los productos de higiene personal.
Evidentemente, el factor económico pesa, pero también en ellas hay violencia de género, hay problemas de adicción y hay infecciones de transmisión sexual (ITS).
Según una de las religiosas, se han encontrado con chicas que no saben usar un preservativo. Igual muchas desconocen los síntomas de las ITS.
Con VPH y herpes
Sobre este punto, al servicio de ginecología infanto-juvenil del Hospital J. M. de Los Ríos llegan adolescentes con el virus del papiloma humano (VPH), con herpes, con tricomoniasis (una enfermedad provocada por un parásito).
La doctora Priscila Rodríguez, médico adjunto del servicio, indicó que con el VPH es difícil determinar cuánto tiempo tienen con el virus y si el contagio es reciente o no, ya que la enfermedad no da manifestaciones.
También comentó que lo característico en las chicas es que tengan relaciones de corta duración.
En este caso, Lismar no quiere tener novios. Carla tiene una pareja que no es el papá de todos sus niños, Mary y su hija, quien solo estudió hasta segundo grado, tampoco tienen compañeros.
Las otras, las más adultas, tienen a un hombre esperándolas en sus casas. Unas les han dicho a sus parejas sobre el oficio y otras no. Ellas sostienen que se hacen sus chequeos y que no hacen nada sin condón, pero igual están a todo riesgo por la falta de protección institucional de parte del Estado.
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